viernes, 27 de abril de 2012

Bach: Matthaüs-Passion

Bach: Matthaüs-Passion:
¿Qué es la Pasión según San Mateo? Una síntesis arquitectónica, cimentada en la destrucción de límites y órdenes: amalgama por un lado de contraste formal en su belleza y por otro de perfección en su construcción, continuamente laborada Soli Deo Gloria; una simbiosis de expectación dramático-operística y de meditación lírica; una armonía entre religiosidad sufriente en la severidad luterana de los corales y serenidad natural del melodismo de estilo italiano; una confluencia entre los diálogos de las turbas y la narración objetiva del Evangelista; un breviario donde desfilan simbolismo numérico, percepción psicológica e interpretación teológica; un esplendoroso desarrollo instrumental en secciones independientes (derivado del ideal organístico) dentro de la tendencia teatral del oratorio; en suma, un fresco musical y religioso que funde el aparente antinomio de los géneros y las épocas.








Un amplio murmullo es interrumpido por los golpecitos de una batuta, no solamente concitando la atención a los músicos, sino también reclamando silencio a la audiencia: Como cada año desde 1899 el Concertgebouw de Amsterdam acoge el Domingo de Ramos la representación pública de la Matthäus-Passion. La WWII hizo de ésta de 1939 la última. Willem Mengelberg posee una enorme significancia histórica por su estilo, romántico en concepción, monumental en ejecución (la Orquesta al completo, las fuerzas de dos coros combinadas), violentamente dramático e intenso en la distorsión subjetiva de la línea musical, en el fraseo de absolutas licencias agógicas y dinámicas, pleno de intolerables claroscuros, texturas acolchadas, exagerado legato, grotescos vibrati, ritardandi dentro de ritardandi… Los solistas eran ampliamente experimentados en la obra y cumplen con eficiencia, destacando el dulce si bien monocromático Evangelista de Karl Erb, y el Jesus de Willem Ravelli, tenebroso en su última intervención: “Eli, Eli”. Como era habitual en la época, los cortes son numerosos, descuartizando con virulencia la lógica narrativa, en ocasiones en medio de recitativos. La grabación se materializó por medio de un novedoso sistema de cinta de celuloide derivado de la industria cinematográfica que mejoraba tanto la dinámica como el rango de frecuencias. La edición Opus Kura (a partir de vinilos de 1952, clara y brillante, alguna congestión asociada a la dinámica) restaura la perspectiva natural del único micrófono, el opresivo grave y los ruidos generados por la infantería del coro. Sincero, ferviente, estremecedor Mengelberg: El fin de una era.

 





Sucesor del mismo Bach en el cargo de Thomaskantor en Leipzig fue Karl Richter, cuya visión enfatiza el acto devocional (era hijo de un pastor luterano), clarificando la estructura teológica textual, su grandeza y solemnidad a expensas de la ligereza de acentos y la definición del contrapunto. Severidad militar, tempi ponderados y amplio (pero no mahleriano) contingente instrumental, con un fantasioso órgano en el continuo. El característico timbre de los pilluelos del Coro Munich resalta afilado sobre la textura general, prodigiosa en dicción y articulación rítmica. Los solistas están espléndidos, correspondiendo las arias más distinguidas al matizado hacer de Dietrich Fischer–Dieskau, sentido y profundo. El claro registro (DG, 1958), en pionero estéreo que privilegia los solistas, resiste estupendísimo el paso de las décadas. Una versión que dió a conocer la obra a toda una generación.







Después de otra extenuante sesión de grabación, los cantantes decidieron amotinarse y plantear al director que los tempi eran demasiado lentos. ¿Pero, quién se atrevería a decírselo al Doktor? Temblando, lo echaron a suertes y fue Fischer-Dieskau quien sacó la pajita más corta: “– Disculpe, Doctor Klemperer…
      – Ja, Fischer?
    – Dr. Klemperer, anoche tuve un sueño… Dios aparecía y me daba las gracias por cantar la Pasión según San Mateo de Bach. Y entonces Él preguntaba: ¿Pero por qué tan lento?”.
      El director frunció el ceño e indicó al cantante que retornara a su puesto. Tras la toma subsiguiente, más lenta que nunca, que hizo que los cantantes adquirieran un peligroso tono azulado, Klemperer bajó la batuta y miró a Fischer-Dieskau.
      – Fischer!
      – Ja, Herr Doktor?
      – Anoche tuve un sueño. Y Dios llegó y me dió las gracias por representar la Pasión según San Mateo. Y entonces Él preguntó: ¿Y quién diablos es este Fischer?” Como se supo mucho después, algunos solistas regrabaron a escondidas varios recitativos sin el conocimiento de Klemperer. Pero los tempi pueden ser irrelevantes, ya que la narrativa es articulada y enérgica, dentro de la concepción que sitúa al Evangelista aislado espacialmente de los acontecimientos que está desarrollando, reverencial más que dramático. El acento sobre los atriles graves de la Philharmonia Orchestra proporciona un masivo soporte a las líneas y frases en monolítico legato. El hipertrófico coro canta entregadamente doloroso, pero pierde inercia en la observación rigurosa de las fermatas. Suprema la aportación operística de los solistas vocales. Así pues, lectura flagelada, que corona, apoteósica y devastadora, la tradición sinfónica germana. Ni siquiera la última reedición mejora la brumosa toma de sonido (EMI, 1961) que no obstante permite apreciar la calidad de los instrumentistas obligatti y el sentido del vocablo Doom.






Con Philippe Herreweghe (HM, 1984) entramos en el territorio comanche del enfoque historicista. El fraseo de los pequeños contingentes (una Chapelle Royale gloriosamente seductora en sus texturas) es, en consecuencia, moderadamente ligero, como lo son los tempi. Reverencial compensación entre las partes, frescura en el impulso rítmico, tímbrica mimada y no incisiva (escúchense a este respecto las disonancias en los oboes trasciendendo la textura en un coro inicial que sigue el ritmo de siciliana impuesto por el inexorable grave orquestal). El continuo es fuertemente colorista en su registración. En la mejor tradición klemperiana(!) los corales van pausando las frases con silencios breves (que pueden resultar mecánicos), y poseen regularidad dinámica, alejados de lo lúgubre pero rebosantes de sobriedad oscura y, a veces, desesperada. De entre los solistas sobresale René Jacobs por su rabiosa novedad tímbrica y sus ornamentaciones polémicas. Panorámica antifonal excepcional de la grabación, tropical y resonante.






Cuando se presentó la versión, largamente esperada, de John Eliot Gardiner (Archiv, 1988) pareció haberse encontrado el equilibrio ideal para la obra, especialmente en la resolución inmaculada que hace el Monteverdi Choir (mixto, cuatro voces por parte) de los corales. Sin embargo, la sensación térmica a posteriori indica rigidez en los tempi, en las líneas, que si bien se articulan eficazmente en stacatto, resultan bruscas, impersonales, frígidas en esa misma falta de falibilidad en el ataque, de profundidad emocional en la acaramelada sonoridad de The English Baroque Soloist (maravillosa la tímbrica del violín en “Erbarme dich”). Énfasis en el carácter danzable con un teatral y optimista uso de la dinámica. Discrepo con la pronunciación germánica del Evangelista de Anthony Rolfe-Johnson, lejos de lo ortodoxo, y con su enfoque espectacular, más cercano al oratorio haendeliano. Gardiner utiliza solistas femeninas (exquisita Anne Sophie von Otter en “Können Tränen”) argumentando que el uso único de voces masculinas no es posible debido al hoy en día temprano cambio de voz, prematuro respecto a la sensibilidad musical requerida. En la postrera audición destacaría positivamente la ligereza conceptual, el sentido de continuidad, y la sonoridad diferenciada que expone el segundo coro buscando un efecto responsorial, de eco, distante y susurrado.






El que Gustav Leonhardt se negara con firmeza a interpretar la Matthäus-Passion fuera de su tiempo litúrgico alumbra el camino hacia esta opción espiritual, de práctica ceremonial, profundamente reposada, comprometida con las condiciones de que el propio Bach dispuso: es uno de los pocos intérpretes que utiliza exclusivamente cantantes masculinos, con niños para las tesituras altas –que generan una indeleble impresión de inocencia y pureza, acorde a la metafísica bachiana de humanidad infantil, temerosa y frágil–, además de emplear los prescritos dos grupos de solistas. La Petite Bande, similar en tamaño y disposición a los EBS de Gardiner, afronta una muy distinta interpretación, por ejemplo en la menor amplitud dinámica, en la presencia de los vientos, en la (relativa) calma de los tempi, que aseguran la recepción del contenido místico de los coros. Indispensable la austeridad monacal del Evangelista de Christoph Pregardien, suavizando los aspectos teatrales. La magra grabación dibuja con precisión las diferentes líneas corales, remarcando la importancia de los textos (DHM, 1989).






Frans Brüggen elige un sólido grupo de cuerdas (5.4.3.2.1) para cada uno de los conjuntos instrumentales, la Orchestra of the Eighteenth Century siempre al máximo de transparencia textural (incluso se escucha el órgano en el coro inicial). Intimista y alejada de la vía dramática, es una lectura humana que rubatea sin rubor y puede derivar hacia el garreo melódico. Quijotesco entre los académicos, Brüggen aspira a producir un sonido coral de época, pidiendo al grupo (estrictamente profesional) que se apliquen en conseguir un sonido “nada grato, al estilo de un coro búlgaro”. El Evangelista de voz blanca de Nico van der Meel (quizá no un extraordinario cantante, pero sí un narrador excepcional) nos mantiene al borde del asiento con su declamación plena de sensibilidad y misterio. Lástima que no todos sus compañeros vocales están a su altura, y no proporcionen un gran impacto emocional. Como cada disco del holandés fue grabado en vivo durante una gira de conciertos (Philips, 1996), en esta ocasión no todo lo nítido que cabría desear.







En el segundo acercamiento de Philippe Herreweghe (HM, 1999) el concepto gentil, la elección y el tamaño de sus huestes es consistente con el anterior; los tempi, a la breve. El mayor refinamiento técnico del Collegium Vocale Gent permite un sin par equilibrio en el concepto de drama sagrado, entre delicada sensualidad y elevación espiritual, entre un continuo dramático y una sonoridad sosegada, y muestra gran poderío retórico, mayor sentido de continuidad (gracias a las menores pausas), pero pierde espontaneidad y fervor juvenil en el diáfano y pulido contrapunto coral. Fantástico el Evangelista de Ian Boostridge, implicado y sutil en su amplia paleta expresiva. Una extensa dinámica acompaña la cristalina toma sonora.






Si Johann Sebastian Bach hubiera visto la Matthäus-Passion interpretada en la iglesia por mujeres en kimono posiblemente hubiera mordido, estupefacto, su peluca. Pero, dejando aparte bromas y prejuicios, el Bach Collegium Japan y su director (calvinista) Masaaki Suzuki perfilan un reverente acto de oración, servido con profunda religiosidad, convicción litúrgica y claridad ascética. Dividido en dos agrupaciones de 20 instrumentistas y 16 voces –perfectamente focalizadas según sus tesituras– exhala una esencia introvertida, lamentosa, traslúcida, restringida en dinámicas, a través del paciente desarrollo de los eventos, quizá con demasiada palidez y neutralidad (como en la tímbrica del violín solista en “Erbarme dich”). El vulnerable Peter Kooy (Jesus) posee el instrumento adecuado y presta a sus recitativos la angustia necesaria. Grabación reverberante y espacial (BIS, 1999), que realza los solistas en relación a los coros y acentúa el bajo continuo en la cuerda grave.





Nikolaus Harnoncourt fue el primer responsable de grabar la Pasión según San Mateo al modo históricamente informado (y rupturista) allá en 1970. No obstante elegiremos aquí su tercera aproximación (Teldec, 2000), flexible y vigorosa, donde el tratamiento de los acordes disonantes ilumina con la crudeza del sol mediterráneo el horror ante la tortura y la muerte. A los veloces tempi de comienzo de siglo el Concentus Musicus Wien evidencia una tímbrica aspéra (compárese de nuevo el violín en “Erbarme dich”, donde acorta las notas largas respecto a lo escrito), sincopada, angulosa, de algún modo sangrienta. Poderoso y agresivo el coro Arnold Schoenberg, delicado si es menester (2º coro al estilo responsorial), aunque se le podría pedir mayor convicción en las turbas (“Barrabam”). El tratamiento de las fermatas es similar a Herreweghe I, sosteniéndolas durante tres pulsos. El elenco vocal es acaso el más consistente hasta la fecha, sobresaliendo el carnal y viril Jesus debido a Matthias Goerne. La excelente grabación añade al majestuoso ambiente de la Jesuitenkirche el tráfico vienés (perceptible en el registro infragrave).






Diversos musicológos como Joshua Rifkin y Andrew Parrot han defendido convincentemente que la partitura de Bach requiere únicamente ocho voces solistas, cuatro integrando cada coro (y uno extra para el ripieno), en una económica práctica propia de la época. Ahora bien, nos viene a las mientes la duda siguiente: un cantante por parte ¿era el mínimo aceptable o el ideal perseguido? Paul McCreesh (Archiv, 2002) ha hecho suya esta opción madrigalística, donde los minimalistas corales comparten efectivos en una permeabilidad simbiótica, otorgando inmediatez, ductilidad y ligereza de textura pero también una violencia descarnada, en una continuidad orgánica y revelatoria de este nuevo mundo sonoro. Las camerísticas cuerdas de los Gabrieli Players suenan desilvanadas en ocasiones, contrastando con el omnipotente órgano catedralicio que soporta como una gran cruz de madera el peso de la representación. Las arias son tratadas como trío sonatas para voz, acompañamiento obligado y bajo continuo, equilibrando la importancia de las líneas: escúchese como Magdalena Kožená susurra extática y delicadamente “Erbarme dich”. Sin embargo, en conjunto, se ignoran aspectos retóricos del texto, el fraseo barroco queda reprimido, las dinámicas se subrayan débilmente y los tempi, veloces, sobrevuelan esta colección de danzas sombrías, que sin duda marcan un antes y un después en la interpretación de la obra. La amplia reverberación del órgano se recoge de manera ejemplar en la grabación.








Sigisvald Kuijken ya participó como violín solista en la grabación de Leonhardt. Ahora, como concertino, que no como director, impulsa esta lectura, que, como la de aquél, rota en la parca comprensión del texto como eje copernicano. Además de la transparencia de la opción de una voz por parte, el octeto vocal, muy lírico, no sólo es capaz de cantar cual solistas, sino de integrarse en un coral perfectamente ensamblado cuando es preciso, por ejemplo en el número inicial, en la mejor tradición de cantata dialogada. La identificación entre solistas y corales conlleva otros cambios: las voces son percibidas individualmente, y el intercambio de posiciones (narrando, o tomando parte de la multitud que comenta, que condena, que medita) obra el milagro que perseguían los afectos barrocos: suscitar emoción a través de la representación musical como drama personal. Ritmo vital y riguroso, con leves contrastes dinámicos y discretos ornamentos desplegados en los ritornelli. Escaso vibrato tanto en los recitativos secco como en los recitativos acompagnato por un halo de cuerdas visible y tangible a la manera de la pintura del quattrocento. En este aspecto, la depuración de las texturas del bajo continuo (La Petite Bande se reduce a 22 instrumentistas) limita su dramatismo pero pincela un efecto íntimo y contemplativo con un suave aroma francés en la manera de acentuar el fraseo en algunos números danzables. Recogida en cuatro noches consecutivas para evitar el ruido urbano de Leuven, la resonante grabación, en altorrelieve, posee gran brillantez, pero (ay!) el glorioso ripieno roza lo inaudible (Challenge Records, 2008).







El péndulo oscila de nuevo y Decca edita sin rubor una grabación en 2009 con instrumentos modernos (inalterados desde hace más de cien años) y procedimientos un tanto heréticos: la Orquesta de la Gewandhaus a las órdenes de Riccardo Chailly (“Bach no era dogmático en materia de ejecución, pero la descomunal ambición musical que desprende la partitura parece demandar unos recursos instrumentales y vocales mayores que los obtenidos en sus representaciones en Leipzig”), generosa en el número de ejecutantes, se lanza a tempi raudos incluso para los patrones historicistas y suprime el vibrato en las cuerdas (con extrañas excepciones). Otras inconsistencias vienen de los toques neorománticos, el retorno a las voces operísticas, ciertos corales y arias con repentinos ritmos lentos, la introducción de ritardandi, diminuendi, o el pedal sostenido en la conclusión de la parte primera. Los coros, exclusivamente masculinos, funcionan con precisión inhumana. Entre los estupendos solistas destaca el rico y noble instrumento de Thomas Quastohff en sus arias para bajo.



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